—¿Cómo? ¿Es posible—dijo Auristela—que las grandes señoras, las hijas de los reyes, las levantadas sobre el trono de la fortuna, se han de humillar a dar indicios de que tienen los pensamientos en humildes sujetos colocados? Y siendo verdad, como lo es, que la grandeza y majestad no se aviene bien con el amor, antes son repugnantes entre sí el amor y la grandeza, hase de seguir que Sinforosa, reina hermosa y libre, no se había de cautivar de la primera vista de un no conocido mozo, cuyo estado no prometía ser grande el venir guiando un timón de una barca con doce compañeros desnudos, como lo son todos los que gobiernan los remos.
—Calla, hija Auristela—dijo Mauricio—, que en ningunas otras acciones de la naturaleza se ven mayores milagros ni más continuos que en las del amor, que, por ser tantos y tales los milagros, se pasan en silencio y no se echa de ver en ellos, por extraordinarios que sean. El amor junta los cetros con los cayados, la grandeza con la bajeza, hace posible lo imposible, iguala diferentes estados y viene a ser poderoso como la muerte. Ya sabes tú, señora, y sé yo muy bien, la gentileza, la gallardía y el valor de tu hermano Periandro, cuyas partes forman un compuesto de singular hermosura; y es privilegio de la hermosura rendir las voluntades y atraer los corazones de cuantos la conocen, y cuanto la hermosura es mayor y más conocida, es más amada y estimada; así que no sería milagro que Sinforosa, por principal que