y estrecheza, que Transila no se acordaba de Ladislao, Auristela de Periandro: que uno de los efetos poderosos de la muerte es borrar de la memoria todas las cosas de la vida, y pues llega a hacer que no se sienta la pasión celosa, téngase por dicho que puede lo imposible. No había allí reloj de arena que distinguiese las horas, ni aguja que señalase el viento, ni buen tino que atinase el lugar donde estaban: todo era confusión, todo era grita, todo suspiros y todo plegarias. Desmayó el capitán, abandonáronse los marineros, rindiéronse las humanas fuerzas, y poco a poco el desmayo llamó al silencio, que ocupó las voces de los más de los míseros que se quejaban. Atrevióse el mar insolente a pasearse por cima de la cubierta del navío, y aun a visitar las más altas gavias, las cuales también ellas, casi como en venganza de su agravio, besaron las arenas de su profundidad. Finalmente, al parecer del día, si se puede llamar día el que no trae consigo claridad alguna, la nave se estuvo queda y estancó, sin moverse a parte alguna, que es uno de los peligros, fuera del de anegarse, que le puede suceder a un bajel; finalmente, combatida de un huracán furioso, como si la volvieran con algún artificio, puso la gavia mayor en la hondura de las aguas, y la quilla descubrió a los cielos, quedando hecha sepultura de cuantos en ella estaban.
¡A Dios, castos pensamientos de Auristela; a Dios, bien fundados disinios; sosegaos, pasos, tan honrados como santos; no esperéis otros mau-