samientos; jamás le dijo palabra que no fuese digna de decirse a un hermano en público y en secreto. Iba Arnaldo envidioso de Periandro; Ladislao, alegre con su esposa Transila; Mauricio, con su hija y yerno; Antonio el grande, con su mujer e hijos; Rutilio, con el hallazgo de todos, y el maldiciente Clodio, con la ocasión que se le ofrecía de contar, dondequiera que se hallase, la grandeza de tan extraño suceso. Llegaron a la ciudad, y el liberal Policarpo honró a sus huéspedes real y magníficamente, y a todos los mandó alojar en su palacio, aventajándose en el tratamiento de Arnaldo, que ya sabía que era el heredero de Dinamarca, y que los amores de Auristela le habían sacado de su reino; y así como vió la belleza de Auristela, halló su peregrinación en el pecho de Policarpo disculpa. Casi en su mismo cuarto, Policarpa y Sinforosa alojaron a Auristela, de la cual no quitaba la vista Sinforosa, dando gracias al cielo de haberla hecho, no amante, sino hermana de Periandro; y ansí por su extremada belleza como por el parentesco tan estrecho que con Periandro tenía, la adoraba, y no sabía un punto desviarse de ella; desmenuzábale sus acciones, notábale las palabras, ponderaba su donaire, hasta el sonido y órgano de la voz le daba gusto. Auristela, casi por el mismo modo y con los mismos afectos, miraba a Sinforosa, aunque en las dos eran diferentes las intenciones: Auristela miraba con celos y Sinforosa con sencilla benevolencia. Algunos días estuvieron en la ciudad,
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