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con la suya, y apretándole reciamente las manos, con ardientes suspiros pareció que quería trasladar su alma en el cuerpo de Auristela; afectos que de nuevo la turbaron, y así le dijo:
—¿Qué es esto, señora mía? Que estas muestras me dan a entender que estáis más enferma que yo y más lastimada el alma que la mía. Mirad si os puedo servir en algo, que, para hacerlo, aunque está la carne enferma, tengo sana la voluntad.
—Dulce amiga mía—respondió Sinforosa—, cuanto puedo agradezco tu ofrecimiento, y con la misma voluntad con que te obligas te respondo, sin que en esta parte tengan alguna comedimientos fingidos ni tibias obligaciones. Yo, hermana mía, que con este nombre has de ser llamada, en tanto que la vida me durare, amo, quiero bien, adoro. ¿Díjelo? No; que la vergüenza, y el ser quien soy, son mordazas de mi lengua. Pero ¿tengo de morir callando? ¿Ha de sanar mi enfermedad por milagro? ¿Es, por ventura, capaz de palabras el silencio? ¿Han de tener dos recatados y vergonzosos ojos virtud y fuerza para declarar los pensamientos infinitos de un alma enamorada?
Esto iba diciendo Sinforosa, con tantas lágrimas y con tantos suspiros, que movieron a Auristela a enjugarle los ojos y a abrazarla, y a decirle:
—No se te mueran, ¡oh apasionada señora!, las palabras en la boca; despide de ti por algún