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y por quien eres, te suplico que, sin decir mal de mis precipitados pensamientos, me hagas el bien que pudieres. Innumerables riquezas me dejó mi madre en su muerte, sin sabiduría de mi padre; hija soy de un rey, que, puesto que sea por elección, en fin es rey; la edad, ya la ves; la hermosura no se te encubre que, tal cual es, ya que no merezca ser estimada, no merece ser aborrecida. Dame, señora, a tu hermano por esposo; daréte yo a mí misma por hermana, repartiré contigo mis riquezas, procuraré darte esposo que después, y aun antes de los días de mi padre, le elijan por rey los de este reino; y cuando esto no pueda ser, mis tesoros podrán comprar otros reinos.
Teníale a Auristela de las manos Sinforosa, bañándoselas en lágrimas, en tanto que estas tiernas razones le decía; acompañábale en ellas Auristela, juzgando en sí misma cuáles y cuántos suelen ser los aprietos de un corazón enamorado; y aunque se le representaba en Sinforosa una enemiga, le tenía lástima: que un generoso pecho no quiere vengarse cuando puede, cuanto más que Sinforosa no la había ofendido en cosa alguna que la obligase a venganza; su culpa era la suya, sus pensamientos los mismos que ella tenía, su intención la que a ella traía desatinada; finalmente, no podía culparla, sin que ella primero no quedase convencida del mismo delito. Lo que procuró apurar fué si la había favorecido alguna vez, aunque fuese en cosas leves, o si con la lengua o con los ojos había descubierto su amorosa volun-