mujer que escogiere. El caballo y la yegua de casta generosa y conocida prometen crías de valor admirable, más que las no conocidas y de baja estirpe; entre la gente común tiene lugar de mostrarse poderoso el gusto; pero no le ha de tener entre la noble; así que, ¡oh señor mío!, o te vuelve a tu reino, o procura con el recato no dejar engañarte. Y perdona este atrevimiento, que, ya que tengo fama de maldiciente y murmurador, no la quiero tener de malintencionado; debajo de tu amparo me traes, al escudo de tu valor se ampara mi vida, con tu sombra no temo las inclemencias del cielo, que ya con mejores estrellas parece que va mejorando mi condición, hasta aquí depravada.
—Yo te agradezco, ¡oh Clodio!—dijo Arnaldo—, el buen consejo que me has dado; pero no consiente ni permite el cielo que le reciba, Auristela es buena, Periandro es su hermano, y yo no quiero creer otra cosa, porque ella ha dicho que lo es: que, para mí, cualquiera cosa que dijere ha de ser verdad. Yo la adoro sin disputas: que el abismo casi infinito de su hermosura lleva tras sí el de mis deseos, que no pueden parar sino en ella, y por ella he tenido, tengo y he de tener vida. Ansí que, Clodio, no me aconsejes más, porque tus palabras se llevarán los vientos, y mis obras te mostrarán cuán vanos serán para conmigo tus consejos.
Encogió los hombros Clodio, bajó la cabeza y apartóse de su presencia, con propósito de no ser-