raleza, y se abrasan las niñas verdes y se secan y consumen los viejos ancianos.
Cuando esto oyó Sinforosa, imaginó, sin duda, que su padre sabía sus deseos; pero, con todo eso, calló, y no quiso interrumpirle hasta que más se declarase; y, en tanto que él se declaraba, a ella le estaba palpitando el corazón en el pecho. Siguió, pues, su padre, diciendo:
—Después, ¡oh hija mía!, que me faltó tu madre, me acogí a la sombra de tus regalos, cubríme con tu amparo, gobernéme por tus consejos, y he guardado, como has visto, las leyes de la viudez con toda puntualidad y recato, tanto por el crédito de mi persona como por guardar la fe católica que profeso; pero después que han venido estos nuevos huéspedes a nuestra ciudad, se ha desconcertado el reloj de mi entendimiento, se ha turbado el curso de mi buena vida, y, finalmente, he caído desde la cumbre de mi presunción discreta hasta el abismo bajo de no sé qué deseos, que si los callo, me matan, y, sí los digo, me deshonran. No más suspensión, hija; no más silencio, amiga; no más; y si quieres que más haya, sea el decirte que muero por Auristela. El calor de su hermosura tierna ha encendido los huesos de mi edad madura; en las estrellas de sus ojos han tomado lumbre los míos, ya escuros; la gallardía de su persona ha alentado la flojedad de la mía. Querría, si fuese posible, a ti y a tu hermana daros una madrastra que su valor disculpe el dárosla. Si tú vienes con mi parecer, no se me