sa—, que no es Periandro casado, y, ya que no lo sea, quiera serlo conmigo?
—De que no lo sea—respondió el rey—me lo da a entender el verle andar peregrinando por extrañas tierras, cosa que lo estorban los casamientos grandes; de que lo quiera ser tuyo, me lo certifica y asegura su discreción, que es mucha y caerá en la cuenta de lo que contigo gana; y pues la hermosura de su hermana la hace ser reina, no será mucho que la tuya le haga tu esposo.
Con estas últimas palabras y con esta grande promesa, paladeó el rey la esperanza de Sinforosa, y saboreóle el gusto de sus deseos, y así, sin ir contra los de su padre, prometió ser casamentera, y admitió las albricias de lo que no tenía negociado; sólo le dijo que mirase lo que hacía en darle por esposo a Periandro, que, puesto que sus habilidades acreditaban su valor, todavía sería bueno no arrojarse sin que primero la experiencia y el trato de algunos días le asegurase; y diera ella, por que en aquel punto se le dieran por esposo, todo el bien que acertara a desearse en este mundo, los siglos que tuviera de vida: que las doncellas virtuosas y principales, uno dice la lengua y otro piensa el corazón.
Esto pasaron Policarpo y su hija, y en otra estancia se movió otra conversación y plática entre Rutilio y Clodio. Era Clodio, como se ha visto en lo que de su vida y costumbres queda escrito, hombre malicioso sobre discreto, de donde le na-