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desiertos, por campañas, por hospedajes y mesones. Lo que gastan sale de las alforjas, saquillos y repuestos, llenos de pedazos de oro, de las bárbaras Ricla y Constanza. Bien veo que aquella cruz de diamantes y aquellas dos perlas que trae Auristela valen un gran tesoro; pero no son prendas que se cambian mi truecan por menudo. Pues pensar que siempre han de hallar reyes que los hospeden y príncipes que los favorezcan, es hablar en lo excusado. ¿Pues qué diremos, Rutilio, ahora, de la fantasía de Transila y de la astrología de su padre, ella que revienta de valiente, y él que se precia de ser el mayor judiciario del mundo? Yo apostaré que Ladislao, su esposo de Transila, tomará ahora estar en su patria, en su casa y en su reposo, aunque pasara por el estatuto y condición de los de su tierra, y no verse en la ajena, a la discreción del que quisiere darles lo que han menester. ¿Y este nuestro bárbaro español, en cuya arrogancia debe estar cifrada la valentía del orbe? Yo pondré que, si el cielo le lleva a su patria, que ha de hacer corrillos de gente, mostrando a su mujer y a sus hijos envueltos en sus pellejos, pintando la isla bárbara en un lienzo y señalando con una vara el lugar do estuvo encerrado quince años, la mazmorra de los prisioneros, y la esperanza inútil y ridícula de los bárbaros, y el incendio no pensado de la isla; bien ansí como hacen los que, libres de la esclavitud turquesca, con las cadenas al hombro, habiéndolas quitado de los pies, cuentan