cer que nos vamos con Arnaldo, y que tú misma, con tu discreción y aviso, solicites nuestra partida: que en esto solicitarás y abreviarás nuestra vuelta, y aquí, si no en reinos tan grandes como los de Arnaldo, a lo menos en paz más segura, gozaré yo de la prudencia de tu padre y tú de la gentileza y bondad de mi hermano, sin que se dividan y aparten muestras almas.
Oyendo las cuales razones, Sinforosa, loca de contento, se abalanzó a Auristela y le echó los brazos al cuello, midiéndole la boca y los ojos con sus hermosos labios. En esto vieron entrar por la sala a los dos, al parecer, bárbaros, padre y hijo, y a Ricla y Constanza, y luego, tras ellos, entraron Mauricio, Ladislao y Transila, deseosos de ver y hablar a Auristela y saber en qué punto estaba su enfermedad, que los tenía a ellos sin salud. Despidióse Sinforosa más alegre y más engañada que cuando había entrado: que los corazones enamorados creen con mucha facilidad aun las sombras de las promesas de su gusto. El anciano Mauricio, después de haber pasado con Auristela las ordinarias preguntas y respuestas que suelen pasar entre los enfermos y los que los visitan, dijo:
Si los pobres, aunque mendigos, suelen llevar con pesadumbre el verse desterrados o ausentes de su patria, donde no dejaron sino los terrones que los sustentaban, ¿qué sentirán los ausentes que dejaron en su tierra los bienes que de la fortuna pudieran prometerse? Digo esto, seño-