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ra, porque mi edad, que con presurosos pasos me va acercando al último fin, me hace desear verme en mi patria, adonde mis amigos, mis parientes y mis hijos me cierren los ojos y me den el último vale. Este bien y merced conseguiremos todos cuantos aquí estamos, pues todos somos extranjeros y ausentes, y todos, a lo que creo, tenemos en nuestras patrias lo que no hallaremos en las ajenas, si tú, señora, quisieres solicitar nuestra partida, o, a lo menos, teniendo por bien que nosotros la procuremos, puesto que no será posible el dejarte, porque tu generosa condición y rara hermosura, acompañada de la discreción, que admira, es la piedra imán de nuestras voluntades.
—A lo menos—dijo a esta sazón Antonio el padre—, de la mía y de las de mi mujer y hijos lo es de suerte, que primero dejaré la vida que dejar la compañía de la señora Auristela, si es que ella no se desdeña de la nuestra.
—Yo os agradezco, señores—respondió Auristela—, el deseo que me habéis mostrado, y aunque no está en mi mano corresponder a él como debía, todavía haré que le pongan en efeto el príncipe Arnaldo y mi hermano Periandro, sin que sea parte mi enfermedad, que ya es salud, a impedirle. En tanto, pues, que llega el felice día y punto de nuestra partida, ensanchad los corazones, y no déis lugar que reine en ellos la malencolía, ni penséis en peligros venideros; que, pues el cielo de tantos nos ha sacado, sin que otros nos sobrevengan, nos llevará a nuestras