traía consigo, o le tenía junto a sí, y poniendo en él una flecha, hasta veinte pasos desviados de la Zenotia, le encaró la flecha. No le contentó mucho a la enamorada dama la postura amenazadora de muerte de Antonio, y, por huir el golpe, desvió el cuerpo, y pasó la flecha volando por junto a la garganta—en esto más bárbaro Antonio de lo que parecía en su traje—. Pero no fué el golpe de la flecha en vano, porque a este instante entraba por la puerta de la estancia el maldiciente Clodio, que le sirvió de blanco, y le pasó la boca y la lengua, y le dejó la vida en perpetuo silencio: castigo merecido a sus muchas culpas. Volvió la Zenotia la cabeza, vió el mortal golpe que había hecho la flecha, temió la segunda, y, sin aprovecharse de lo mucho que con su ciencia se prometía, llena de confusión y de miedo, tropezando aquí y cayendo allí, salió del aposento, con intención de vengarse del cruel y desamorado mozo.