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ciente Luna, y en la tierra ardían las hogueras que el nuevo regocijo había encendido, quisieron los desposados que cenásemos en el campo los varones y dentro del rancho las mujeres. Hízose así, y fué la cena tan abundante, que pareció que la tierra se quiso aventajar al mar, y el mar a la tierra, en ofrecer la una sus carnes y la otra sus pescados. Acabada la cena, Carino me tomó por la mano, y paseándose conmigo por la ribera, después de haber dado muestras de tener apasionada el alma, con sollozos y con suspiros me dijo: “Por tener milagrosa esta tu llegada a tal sazón y tal coyuntura, que con ella has dilatado mis bodas, tengo por cierto que mi mal ha de tener remedio mediante tu consejo; y ansí, aunque me tengas por loco y por hombre de mal conocimiento y de peor gusto, quiero que sepas que de aquellas dos pescadoras que has visto, la una fea y la otra hermosa, a mí me ha cabido en suerte de que sea mi esposa la más bella, que tiene por nombre Selviana; pero no sé qué te diga, ni sé qué disculpa dar de la culpa que tengo ni del yerro que hago: yo adoro a Leoncia, que es la fea, sin poder ser parte a hacer otra cosa. Con todo esto, te quiero decir una verdad, sin que me engañe en creerla: que a los ojos de mi alma, por las virtudes que en la de Leoncia descubro, ella es la más hermosa mujer del mundo; y hay más en esto: que de Solercio, que es el nombre del otro desposado, tengo más de un barrunto que muere por Selviana. De modo que nuestras cuatro voluntades