vestidos que tenía, y con ponerse una cruz de diamantes sobre su hermosa frente y unas perlas en sus orejas, joyas de tanto valor, que hasta ahora nadie les ha sabido dar su justo precio, como lo veréis cuando os las enseñe, mostró ser imagen sobre el mortal curso levantada. Llevaba asidas de las manos a Selviana y a Leoncia, y, puesta encima del teatro donde el tálamo estaba, llamó e hizo llegar junto a sí a Carino y a Solercio. Carino llegó temblando y confuso de no saber lo que yo había negociado, y estando ya el sacerdote a punto de darles las manos y hacer las católicas ceremonias que se usan, mi hermana hizo señales que la escuchasen; luego se extendió un mudo silencio por toda la gente, tan callado, que apenas los aires se movían. Viéndose, pues, prestar grato oído de todos, dijo en alta y sonora voz: “Esto quiere el cielo.” Y tomando por la mano a Selviana, se la entregó a Solercio, y asiendo de la de Leoncia, se la dió a Carino. “Esto, señores—prosiguió mi hermana—, es, como ya he dicho, ordenación del cielo y gusto no accidental, sino propio destos venturosos desposados, como lo muestra la alegría de sus rostros y el sí que pronuncian sus lenguas.” Abrazáronse los cuatro, con cuya señal todos los circunstantes aprobaron su trueco, y confirmaron, como ya he dicho, ser sobrenatural el entendimiento y belleza de mi hermana, pues así había trocado aquellos casi hechos casamientos con sólo mandarlo.
”Celebróse la fiesta, y luego salieron de entre las