a plaza, cobrando en su rostro las primeras colores, los ojos vista alegre, y las desmayadas fuerzas esforzado brío, de lo que recibieron general contento cuantos le conocían; y, estando con él a solas, su padre le dijo:
—En todo cuanto quiero agora decirte, ¡oh hijo!, quiero advertirte que adviertas que se encaminan mis razones a aconsejarte que no ofendas a Dios en ninguna manera; y bien habrás echado de ver esto en quince o diez y seis años que ha que te enseño la ley que mis padres me enseñaron, que es la católica, la verdadera, y en la que se han de salvar y se han salvado todos los que han entrado hasta aquí y han de entrar de aquí adelante en el reino de los cielos. Esta santa ley nos enseña que no estamos obligados a castigar a los que nos ofenden, sino a aconsejarles la enmienda de sus delitos: que el castigo toca al juez, y la reprehensión a todos, como sea con las condiciones que después te diré. Cuando te convidaren a hacer ofensas que redunden en deservicio de Dios, no tienes para qué armar el arco, ni disparar flechas, ni decir injuriosas palabras: que, con no recebir el consejo y apartarte de la ocasión, quedarás vencedor en la pelea, y libre y seguro de verte otra vez en el trance que ahora te has visto: la Zenotia te tenía hechizado, y con hechizos de tiempo señalado, poco a poco, en menos de diez días, perdieras la vida, si Dios y mi buena diligencia no lo hubiera estorbado. Y vente conmigo, porque alegres a todos tus ami-