290
soldados, que no tuvieron en quién ensangrentar las espadas, porque solamente traía algunos marineros y gente de servicio; y mirándolo bien todo, hallaron en un apartamiento, puestos en un cepo de hierro por la garganta, desviados uno de otro casi dos varas, a un hombre de muy buen parecer y a una mujer más que medianamente hermosa, y en otro aposento hallaron, tendido en un rico lecho, a un venerable anciano; de tanta autoridad, que obligó su presencia a que todos le tuviésemos respeto. No se movió del lecho, porque no podía; pero, levantándose un poco, alzó la cabeza y dijo: “Envainad, señores, vuestras espadas, que en este navío no hallaréis ofensores en quien ejercitarlas; y si la necesidad os hace y fuerza a usar este oficio de buscar vuestra ventura a costa de las ajenas, a parte habéis llegado que os hará dichosos, no porque en este navío haya riquezas ni alhajas que os enriquezcan, sino porque yo voy en él, que soy Leopoldio, el rey de los danaos” Este nombre de rey me avivó el deseo de saber qué sucesos habían traído a un rey estar tan solo y tan sin defensa alguna. Lleguéme a él, y preguntéle si era verdad lo que decía, porque, aunque su grave presencia prometía serlo, el poco aparato con que navegaba hacía poner en duda el creerle. “Manda, señor—respondió el anciano—, que esta gente se sosiegue, y escúchame un poco, que en breves razones te contaré cosas grandes.” Sosegáronse mis compañeros, y ellos y yo estuvimos atentos a lo que decir quería, que fué esto: