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cia, que, puesto que yo fuera verdadero cosario, me ablandara. Uno de mis pescadores dijo a este punto: “¡Que me maten si no se nos ofrece aquí hoy otro rey Leopoldio con quien nuestro valeroso capitán muestre su general condición! ¡Ea, señor Periandro; vaya libre Sulpicia, que nosotros no queremos más de la gloria de haber vencido nuestros naturales apetitos!” “Así será—respondí yo—, pues vosotros, amigos, lo queréis; y entended que obras tales nunca las deja el cielo sin buena paga, como, a las que son malas, sin castigo. Despojad esos árboles de tan mal fruto, y limpiad esa cubierta, y entregad a esas señoras, junto con la libertad, la voluntad de servirlas.” Púsose en efeto mi mandamiento, y, llena de admiración y de espanto, se me humilló Sulpicia, la cual, como persona que no acertaba a saber lo que le había sucedido, tampoco acertaba a responderme; y lo que hizo fué mandar a una de sus damas le hiciese traer los cofres de sus joyas y de sus dineros. Hízolo así la dama, y en un instante, como aparecidos o llovidos del cielo, me pusieron delante cuatro cofres llenos de joyas y dineros; abriólos Sulpicia, y hizo muestra de aquel tesoro a los ojos de mis pescadores, cuyo resplandor quizá, y aun sin quizá, cegó en algunos la intención que de ser liberales tenían; porque hay mucha diferencia de dar lo que se posee y se tiene en las manos, a dar lo que está en esperanzas de poseerse. Sacó Sulpicia un rico collar de oro, resplandeciente por las ricas piedras que en él venían