atónitos, como si fuéramos estatuas sin voz, de dura piedra formados. Llegóse a mí la Sensualidad, y, con voz entre airada y suave, me dijo: “Costarte ha, generoso mancebo, el ser mi enemigo, si no la vida, a lo menos el gusto.” Y diciendo esto, pasó adelante, y las doncellas de la música arrebataron, que así se puede decir, siete o ocho de mis marineros, y se los llevaron consigo, y volvieron a entrarse, siguiendo a su señora, por la abertura de la peña. Volvíme yo entonces a los míos para preguntarles qué les parecía de lo que habían visto; pero estorbólo otra voz o voces que llegaron a nuestros oídos, bien diferentes que las pasadas, porque eran más suaves y regaladas, y formábanlas un escuadrón de hermosísimas, al parecer, doncellas, y, según la guía que traían, éranlo, sin duda, porque venía delante mi hermana Auristela, que, a no tocarme tanto, gastara algunas palabras en alabanza de su más que humana hermosura. ¿Qué me pidieran a mí entonces que no diera, en albricias de tan rico hallazgo? Que, a pedirme la vida, no la negara, si no fuera por no perder el bien tan sin pensarlo hallado. Traía mi hermana a sus dos lados dos doncellas, de las cuales la una me dijo: “La Continencia y la Pudicicia, amigas y compañeras, acompañamos perpetuamente a la Castidad, que en figura de tu querida hermana Auristela hoy ha querido disfrazarse, ni la dejaremos hasta que con dichoso fin le dé a sus trabajos y peregrinaciones en la alma ciudad de Roma.” Entonces yo, a tan felices
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