316
pies enjutos, un escuadrón pequeño, pero de valentísimos soldados, y siendo yo la guía, resbalando, cayendo y levantando, llegamos al otro navío, que lo era casi tan grande como el nuestro. Había gente en él que, puesta sobre el borde, adivinando la intención de nuestra venida, a voces comenzó uno a decirnos: “¿A qué venís, gente desesperada? ¿Qué buscáis? ¿Venís, por venturas, a apresurar nuestra muerte y a morir con nosotros? Volveos a vuestro navío, y si os faltan bastimentos, roed las jarcias y encerrad en vuestros estómagos los embreados leños, si es posible, porque pensar que os hemos de dar acogida será pensamiento vano y contra los preceptos de la caridad, que ha de comenzar de sí mismo. Dos meses dicen que suele durar este hielo que nos detiene; para quince días tenemos sustento; si es bien que le repartamos con vosotros, a vuestra consideración lo dejo.” A lo que yo le respondí: “En los apretados peligros toda razón se atropella; no hay respeto que valga ni buen término que se guarde. Acogednos en vuestro navío de grado, y juntaremos en él el bastimento que en el nuestro queda, y comámoslo amigablemente, antes que la precisa necesidad nos haga mover las armas y usar de la fuerza.” Esto le respondí yo, creyendo no decían verdad en le cantidad del bastimento que señalaban; pero ellos, viéndose superiores y aventajados en el puesto, no temieron nuestras amenazas ni admitieron nuestros ruegos; antes arremetieron a