nar los vacíos de los mejores que el amor tiene. No repares en que se abrase toda esta ciudad: que, si vuelves, habrá servido este incendio de luminarias por la alegría de tu vuelta. Riquezas tengo, acelerado fugitivo mío, y puestas en parte donde no las hallará el fuego aunque más las busque, porque las guarda el cielo para ti solo.
A esta sazón, volvió a hablar con su hermana, y le dijo:
—¿No te parece, hermana mía, que ha amainado algún tanto las velas? ¿No te parece que no camina tanto? ¡Ay Dios! ¿Si se habrá arrepentido? ¡Ay Dios si la rémora de mi voluntad le detiene el navío!
—¡Ay hermana!—respondió Policarpa—. No te engañes, que los deseos y los engaños suelen andar juntos. El navío vuela, sin que le detenga la rémora de tu voluntad, como tú dices, sino que le impele el viento de tus muchos suspiros,
Salteólas en esto el rey, su padre, que quiso ver de la alta torre también, como su hija, no la mitad, sino toda su alma que se le ausentaba, aunque ya no se descubría. Los hombres que tomaron a su cargo encender el fuego del palacio le tuvieron también de apagarle. Supieron los ciudadanos la causa del alboroto y el mal nacido deseo de su rey Policarpo y los embustes y consejos de la hechicera Zenotia, y aquel mismo día le depusieron del reino y colgaron a Zenotia de una entena. Sinforosa y Policarpa fueron respetadas como quien eran, y la ventura que tuvie-