330
veinte millas. Paréceme a mí que debía de ser cosa de ver caminar tanta gente por cima de las aguas a pie enjuto, sin usar allí el cielo alguno de sus milagros.
”En fin, aquella noche llegamos a la ribera, de la cual no salimos hasta otro día por la mañana, que la vimos coronada de infinito número de gente, que a ver la presa de los helados y yertos habían venido. Venía entre ellos, sobre un hermoso caballo, el rey Cratilo, que, por las insignias reales con que se adornaba, conocimos ser quien era; venía a su lado, asimismo a caballo, una hermosísima mujer, armada de unas armas blancas, a quien no podían acabar de encubrir un velo negro con que venían cubiertas. Llevóme tras sí la vista, tanto su buen parecer como la gallardía del rey Cratilo, y, mirándola con atención, conocí ser la hermosa Sulpicia, a quien la cortesía de mis compañeros pocos días antes habían dado la libertad que entonces gozaba. Acudió el rey a ver los rendidos, y, llevándome el capitán asido de la mano, le dijo: “En este solo mancebo, ¡oh valeroso rey Cratilo!, me parece que te presento la más rica presa que en razón de persona humana hasta agora humanos ojos han visto,” “¡Santos cielos!—dijo a esta sazón la hermosa Sulpicia, arrojándose del caballo al suelo—. O yo no tengo vista en los ojos, o es éste mi libertador, Periandro.” Y el decir esto y añudarme el cuello con sus brazos, fué todo uno, cuyas entrañas y amorosas muestras obligaron también a