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levantarme del suelo. En este entretanto, los doce pescadores que habían venido en guarda de Sulpicia, andaban entre la demás gente buscando a sus compañeros, abrazándose unos a otros, y, llenos de contento y regocijo, se contaban sus buenas y malas suertes: los del mar, exageraban su hielo, y los de la tierra, sus riquezas. “A mí—decía el uno—me ha dado Sulpicia esta cadena de oro.” “A mí—decía otro—esta joya, que vale por dos de esas cadenas.” “A mí—replicaba éste—me dió tanto dinero.” Y aquél repetía: “Más me ha dado a mí en este solo anillo de diamantes que a todos vosotros juntos.”
”A todas estas pláticas puso silencio un gran rumor que se levantó entre la gente, causado del que hacía un poderosísimo caballo bárbaro, a quien dos valientes lacayos traían del freno, sin poderse averiguar con él. Era de color morcillo, pintado todo de moscas blancas, que sobremanera le hacían hermoso; venía en pelo, porque no consentía ensillarse del mismo rey; pero no le guardaba este respeto después de puesto encima, no siendo bastantes a detenerle mil montes de embarazos que ante él se pusieran, de lo que el rey estaba tan pesaroso, que diera una ciudad a quien sus malos siniestros le quitara. Todo esto me contó el rey breve y sucintamente, y yo me resolví con mayor brevedad a hacer lo que ahora os diré.
Aquí llegaba Periandro con su plática cuando, a un lado de la peña donde estaban recogidos los del navío, oyó Arnaldo un ruido como de pasos de