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Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/337

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no. Los hombres se acomodaron en la ermita, en diferentes puestos, tan fríos como duros y tan duros como fríos. Corrió el tiempo como suele; voló la noche y amaneció el día claro y sereno; descubrióse la mar tan cortés y bien criada, que parecía que estaba convidando a que la gozasen volviéndose a embarcar; y, sin duda alguna, se hiciera así si el piloto de la nave no subiera a decir que no se fiasen de las muestras del tiempo, que, puesto que prometían serenidad tranquila, los efetos habían de ser muy contrarios. Salió con su parecer, pues todos se atuvieron a él: que, en el arte de la marinería, más sabe el más simple marinero que el mayor letrado del mundo. Dejaron sus herbosos lechos las damas y los varones sus duras piedras, y salieron a ver desde aquella cumbre la amenidad de la pequeña isla, que sólo podía bojar hasta doce millas; pero tan llena de árboles frutíferos, tan fresca por muchas aguas, tan agradable por las hierbas verdes y tan olorosa por las flores, que, en un igual grado y a un mismo tiempo, podía satisfacer a todos cinco sentidos. Pocas horas se había entrado por el día cuando los dos venerables ermitaños llamaron a sus huéspedes, y, tendiendo dentro de la ermita verdes y secas espadañas, formaron sobre el suelo una agradable alfombra, quizá más vistosa que las que suelen adornar los palacios de los reyes. Luego tendieron sobre ella diversidad de frutas, así verdes como secas, y pan no tan reciente que no semejase bizcocho, coronando la mesa asimismo