mandamientos. Fuéronse y dejáronme entregado a mi soledad, donde hallé tan buena compañía en estos árboles, en estas hierbas y plantas, en estas claras fuentes, en estos bulliciosos y frescos arroyuelos, que de nuevo me tuve lástima a mí mismo de no haber sido vencido muchos tiempos antes, pues con aquel trabajo hubiera venido antes al descanso de gozallos. ¡Oh soledad, alegre compañía de los tristes! ¡Oh silencio, voz agradable a los oídos, donde llegas sin que la adulación ni la lisonja te acompañen! ¡Oh qué de cosas dijera, señores, en alabanza de la santa soledad y del sabroso silencio! Pero estórbamelo el deciros primero cómo dentro de un año volvieron mis criados y trujeron consigo a mi adorada Eusebia, que es esta señora ermitaña que veis presente, a quien mis criados dijeron en el término que yo quedaba, y ella, agradecida a mis deseos y condolida de mi infamia, quiso, ya que no en la culpa, serme compañera en la pena, y embarcándose con ellos, dejó su patria y padres, sus regalos y sus riquezas, y lo más que dejó fué la honra, pues la dejó al vano discurso del vulgo, casi siempre engañado, pues con su huída confirmaba su yerro y el mío. Recebila como ella esperaba que yo la recibiese, y la soledad y la hermosura, que habían de encender nuestros comenzados deseos, hicieron el efeto contrario, merced al cielo y a la honestidad suya. Dímonos las manos de legítimos esposos, enterramos el fuego en la nieve, y en paz y en amor, como dos estatuas
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