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Ricardo Palma

mil frailes, y número poco mayor de clérigos, albergaba la madre patria.

En una sociedad que carecía de novedades y distracciones y en la cual ni la política era, como hoy, manjar de todos los paladares, cada capítulo ó elección de superior ó abadesa de convento era motivo de pública agitación. Las familias ponían en juego mil recursos para conseguir votos en favor del candidato de sus simpatías, ni más ni menos que ogaño cuando, en los republicanos colegios de provincia, se trata de nombrar presidente para el gobierno ó desgobierno (que da lo mismo) de la patria. Rara familia había en Lima que, además del segundón, destinado desde el limbo materno para vestir hábitos, no contase entre sus miembros un par de frailes, por lo menos, y número igual de monjas. No teniendo los americanos carreras á que consagrarse con honra y provecho, optaban por la del claustro, en la que, aparte la consideración social anexa al prestigio y majestad del sacerdocio, tenían segura una existencia holgada y regalona, si se quiere, pues los bienes de la Iglesia eran cuantiosos. En los virreinatos de México y el Perú, la Iglesia era tanto ó más rica que el Estado. Los conquistadores acaparaban colosales fortunas, no siempre por medios lícitos, y en el trance del morir, creían quedar en paz con la conciencia y comprarse un cachito de heredad en la gloria eterna, cediendo la mitad de sus tesoros á los conventos, fundando capellanías y haciendo otros devotos legados. El lecho del moribundo era rodeado por cuatro ó cinco frailes de órdenes distintas, que se disputaban partija en el testamento. Cada cual arrimaba la brasa á su sardina, ó tiraba, como se dice, para su santo; esto es, para el acrecentamiento de los bienes de su comunidad.

Con tales antecedentes, el cargo de prelado de convento tenia que ser apetitoso y suculento bocado.

Llenas están las crónicas conventuales con relatos de los reñidos capítulos habidos entre los frailes; y con frecuencia, el virrey, los oidores y hasta la fuerza pública, tuvieron que intervenir para poner término á los desórdenes. Tema de muchas de mis tradiciones han sido esas zagalardas frailunas.

No debe nadie maravillarse de que en aquellos siglos, to-