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Mis últimas tradiciones

Sácase, pues, en limpio, que también había manera de acibarar los vítores, que amargo dejo debió quedarle á don Jorge Escobedo si algún oficioso de esos que, so capa de devoción y lealtad abundan siempre, le hizo saborear la cáustica espinela.

Parece que, en el otro siglo, no era moneda tan corriente, como hogaño, encaramarse sin merecimiento. Difícil era que una sabandija llegase á las alturas. No es esto decir que pícaros no escalasen elevados puestos, ni que jumentos dejasen de lucir distinciones reservadas para los hombres de saber; pero cuando esto acontecía, y por humildísima que fuese, se levantaba siempre una voz para protestar.

A esos los bautizó el pueblo con el nombre de doctores del tibiquoque.

No recuerdo si leí ó me contaron que un clérigo molondro, y á quien el pueblo, aludiendo á que usaba peluquín rubio, llamaba el abate Cucaracha, consiguió á fuerza de trapacerías y bajezas, la protección de un virrey, el cual, á pesar de la tenaz resistencia del Cabildo eclesiástico, logró, á la larga, que su ahijado se calzase una canongía. De misacantano á canónigo, ¡volar era más que el águila!

—¡¡¡Cuanto ha subido Cucaracha!!!—exclamó escandalizado el campanero.

—Escupa, hijo, esa herejía—le contestó el sacristán.—Diga, y dirá bien:—¡¡¡Cuánto ha bajado la Catedral de Lima!!!

Y si esta no es protesta elocuentísima, digo que no entiendo de protestas.

Yo he visto (y no hace treinta mil años) á la republicana Universidad de San Marcos, aceptar como moneda de buena ley un doctorado manufacturado en Roma, en obsequio de un grandísimo camueso que ni siquiera estuvo en Roma. Después de esto... ¡¡¡la mar!!! Me explico el consulado del caballo de Calígula.

Tiempos alcanzamos en que los muchachos, al dejar el claustro materno, lo hacen trayendo sobre la cabeza el capelo doctoral ó sobre los hombros las charreteras de coronel, siquiera sea de cachimbos. De mí sé decir que si epitafio merezco sobre mi losa, ha de ser éste, y no otro: