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Se apoyó en mi brazo, temblorosa, sobrexcitada; miróme con infinita ternura, y murmuró dulcemente:—Vámonos.

Saqué media onza de oro y la puse, sonriendo de felicidad, en manos de la bruja.

¡Ella me amaba! En su mirada acababa de leerlo. Ella sacrificaría á mi amor lo único que le quedaba aún por sacrificar—el gato,—ella, cuyo nombre se ha borrado de la memoria de este mortal pérfido y desagradecido.

¡Ah! ¡malvado! ¡malvado!
Pero yo, ¿qué he de hacer si lo he olvidado?
No seré el primer hombre
que se olvidó de una mujer querida...
¡Ah! ¡yo bien sé que el olvidar su nombre
es la eterna vergüenza de mi vida!
¡Dejad que, á gritos, al verdugo llame!
¡Que me arranque, á puñados, el cabello!
¡Soy un infame, sí, soy un infame!
¡Ahórcame, lectora: este es mi cuello!


VI


Aquella noche, cuando fuí á casa de mi adorado tormenti, me sorprendí al no encontrar al gato sobre sus rodillas.

—¿Qué es de Michito?—la pregunté.

Y ella, con una encantadora, indescriptible, celestial sonrisa, me contestó:

—Lo he regalado.

La dí un beso entusiasta, ella me abrazó con pasión y murmuró á mi oído:

—He tenido miedo por tus ojos.