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Ricardo Palma

za de traérmelo, como si yo fuera ocultador de lo ajeno?—Aplíquese el cuento.

Entretanto, don Ruperto no tenía cuándo entregar su carta á la empleada. Recelando que la goma de la estampilla fuera almáciga de bacterias, no se atrevía á humedecer aquélla para pegarla en el sobre, y mirando á la simpática estafetera la dijo:

—Me parece, señorita, que anda usted algo delicada de salud.

—No, doctor; me siento bastante bien.

—A ver; dígnese usted sacar la lengua.

La joven obedeció un tanto alarmada. El médico pasó con delicadeza la estampilla por la lengua de la presunta enferma, y después de adherir aquélla al sobre, dijo:

—La felicito, niña; goza usted de cabal salud, y que sea por muchos años. Adiosito, y gracias por el servicio que acaba de prestarme.

Y echó la carta en el buzón, retirándose con más seriedad que pleito perdido.

No pude contener la risa al fijarme en el alelamiento del rostro de la joven, é inmediatamente fuí con el chisme donde mi camarada el Director de Correos.

Al día siguiente se colocó en las estafetas una esponja humedecida en agua de goma.

Débenme, pues, las empleadas del Correo el servicio (que tal vez no me agradecen las muy ingratonas) de que nadie les pedirá ya la lengua para humedecer estampillas.


II


Merceditas es una preciosa coqueta, de esas que promemeten, con el tiempo y las aguas, dorarle los cuernos al mismo diablo.

Sin duda tiene imán para que los poetas la persigan y la espeten á quemarropa, por lo menos, un soneto de aquellos que parecen una puñalada en el hígado. La sonetorrea es epidemia que compite con la peste bubónica, y acaso la aventaja.

Contáronme que Merceditas hasta en la sopa, en vez de fideos, encontraba versos ramplones.