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Ricardo Palma

Para mi abuela no había más santos, merecedores de santidad y dignos de que á pie juntillas se creyese en sus milagros, que los santos españoles, portugueses é italianos. Los de otra nacionalidad eran para ella santos hechizos, apócrifos ó falsificados. Muy á regañadientes soportaba á San Luis; pero no le rezaba sin recitar antes esta redondilla:

   San Luis, rey de Francia, es
el que con Dios pudo tanto
que, para que fuese santo,
le dispensó el ser francés.

Si los chicos de la familia la hostigábamos para que nos aumentase la ración, la buena señora (que esté en gloria) nos contestaba:—¡Ah, tragaldabas! ¿Creen ustedes que la olla de casa es la olla del padre Panchito?

Y cuando, de sobremesa, comentábase algún notición político que á mi padre regocijara, no dejaba la abuela de meter cucharada, diciendo:—Lo malo será que nos salgan un día de estos con el traquido de la Capitana.

Y que no eran badomías ó badajadas ni cuodlibetos de vieja las frases de mi perilustre antepasada, sino frases meritorias de ser loadas en un soneto caudato, es lo que voy á comprobar con las dos consejas siguientes:



I
La olla del Padre Panchito


El padre Panchito era, por los tiempos del devoto virrey conde de Lemos, un negro retinto, con tal fama de virtud y santitad que su excelencia lo había, sin escrúpulo, aceptado por padrino de pila de uno de sus hijos, en representación de un acaudalado minero de Potosí. Aunque simple lego ó donado,