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Extráñame, y mucho, que sea el señor Paz-Soldán quien afirmo que no era posible entre nosotros la monarquía, sabiendo que, hasta hace quince ó veinte años, había en el Peni pueblos, (en Ayacucho y Huancavelica, por ejemplo) donde se creía que aun gobernaba nuestro amo el rey. Los republicanos de 182l, no sólo tuvieron que luchar con el poderoso ejército español, sino con los hábitos monárquicos de tres siglos. Más que con las bayonetas realistas, tuvieron que batallar con las preocupaciones; pues no es fácil que un pueblo, fanático é inculto como era el nuestro, rompa en un momento con las tradiciones y el servilismo. Por eso los republicanos de 182l, más que soldados de fortuna, fueron hábiles propagandistas de la doctrina democrática, en pugna con otro círculo, también inteligente y privilegiado además con la riqueza y pergaminos de cuna que, si bien se avenía á hacer sacrificios por la Independencia del país, no podia conformarse con que la República viniera á hacer tabla rasa de fueros y blasones.

Diga lo que quiera el señor Paz-Soldán. San Martín estuvo lejos de ser republicano, pero mucho más lo estuvo Bolívar. Su proyecto de vitalicia nos conducía solapada y arteramente á Ja monarquía. En la conducta del primero hubo, por lo menos, hidalga franqueza. En él la monarquía era una convicción honrada.

Débil argumento es el de que Monteagudo, sin el apoyo de San Martín, era ya una estrella errante y sin brillo. Monteagudo, como todos los que se apasionan, no quiso irse á Chile ni á Buenos Aires, donde por su talento habría siempre figurado, sino que, atropellando por todo, prefirió volver al Perú, donde su plan de monarquía contaba con numerosos é influyentes adeptos. Excuso, para no herir susceptibilidades, citar nombres y aun hechos que el señor Paz-Soldán conoce tanto ó más que yo. Monteagudo, al abandonar el destierro, sabía que una ley del Congreso lo extrañaba perpetuamente del país, y no podia ignorar que su antagonista, el impetuoso Sánchez Carrión, había escrito en el Tribuno un artículo, sosteniendo que cualquier peruano tenía el derecho de matar sin conmiseración á Monteagudo, si una imprudencia hasta hoy desconocida ó su mala ventura lo condujeran á nuestras costas.