dos extraños, incomprensibles; permanecía de pie completamente aislado, como si él y la muchedumbre se esquivasen mutuamente. Entonces acercábanse algunas mujeres á su cesta, depositaban frutas, pescado, arroz y otras viandas. Cuando ya no había nadie que se acercase, lanzaba otros sonidos menos lastimeros como en acción de gracias; recogía su cesta y se alejaba para repetir lo mismo en otro sitio.
María Clara preguntó llena de interés quién era aquel hombre.
—Es el lazarino-contestó Iday.-Hace cuatro años ha contraído esa enfermedad; unos dicen por cuidar á su madre, otros por haber estado en la prisión. Vive en el campo, cerca del cementerio de los chinos; no se comunica con nadie; todos huyen de él por temor de contagiarse. Si vieras su choza! Es la choza de Giring-giring; el viento, la llu via y el sol entran y salen como la aguja en la tela. Le han prohibido tocar nada que pertenezca á la gente. Un día cayó un chiquillo en el canal, y él, que pasaba por allí cerca, le ayudó á salir. Súpolo el padre, se quejó al gobernadorcillo y éste le mandó dar seis azotes en medio de la calle, quemando después el bejuco. ¡Aquello era atroz! El lazarino corría, el azotador le perseguía y el gobernadorcillo le gritaba: ¡Aprende! ¡Más vale que uno se ahogue que enferme como tú! ¡Es verdad!-murmuró María Clara.
Y sin darse cuenta de lo que hacía, acercóse rápidamente á la cesta del desgraciado y depositó en ella el relicario que acababa de regalarle su padre.
—¿Qué has hecho?-le preguntaron sus amigas.
—¡No tenía otra cosa!-contestó disimulando con una sonrisa las lágrimas de sus ojos.
—¿Y qué va él á hacer con tu relicario?-le dijo