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JOSÉ RIZAL

Empezó con un maná capatir con cristiano, al que siguió una avalancha de frases intraducibles; habló del alma del infierno, del mahal na santo pintacasi, de los pecadores indios y de los virtuosos padres Franciscanos.

—¡Menche!-dijo uno de los irreverentes estudiantes manileños á su compañero;-eso está en griego para mí; yo me voy.

Y viendo cerradas las puertas, se salió por la sacristía, con gran escándalo de la gente y del predicador, que se puso pálido y se detu vo á la mitad de una frase; algunos esperaban un violento apóstrofe; pero el padre Dámaso se contentó con seguirle con la vista y prosiguió su sermón.

Se desencadenó en maldiciones contra el siglo, contra la falta de respeto y la naciente irreligiosidad. Este asunto parecía su fuerte, pues se mostraba inspirado y se expresaba con energía y claridad. Habló de los pecadores que no se confiesan, que mueren en las cárceles sin sacramentos, de familias malditas, de mesticillos orgullosos, de jóvenes sabihondos, filosofillos ó pilosopillo8, abogadillos y estu diantillos pedantes.

Ibarra lo oía todo y comprendía las alusiones.

Conser vaba no obstante su aparente tranquilidad.

Entretanto, el entusiasmo del predicador subía por grados. Hablaba de los antiguos tiempos en que todo filipino al encontrar á un sacerdote se descubría, doblaba una rodilla en tierra y le besaba la mano.-Pero ahora-añadía-sólo os quitáis el salakot ó el sombrero de castorillo, que colocáis medio ladeado sobre vuestra cabeza para no desarreglar el peinado. Os contentáis con decir: buenos días, amomg, y hay orgullosos estudiantillos que por haber estudiado en Manila ó en Europa se creen con derecho á estrecharnos la mano, en