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NOLI ME TÁNGERE

cía. Se había procurado el mejor sitio, casi al lado mismo del torno, al borde de la exca vación.

Con la música venían el alcalde, los munícipes, los frailes y los empleados españoles. Unicamente faltaba el padre Dámaso. Ibarra conversaba con el primero, de quien se había hecho muy amigo desde que le dirigiera unos finos cumplidos por sus condecoraciones y bandas: los humos aristocráticos eran el flaco de S. E. Capitán Tiago; el alférez y algunos ricos más acompañaban á las lindas jóvevenes, que preservaban los rostros morenos de los rayos del sol bajo vistosas sombrillas de seda. El padre Salví seguía, como siempre, silencioso y pensativo.

—Cuente usted con mi apoyo siempre que se trate de una buena acción-decía el alcalde á Ibarra;-yo le proporcionaré cuanto usted necesite, y si no haré que se lo proporcionen los otros.

A medida que se iban acercando sentía el joven palpitar su corazón. Instintivamente dirigió una mirada á la extraña andamiada allí levantada; vió al hombre encargado de la cabria saludarle respe tuosamente y fijar en él un momento la vista. Con sorpresa descubrió á Elías, que con un significativo pestañeo le dió á entender que se acordase de lo que le había dicho en la iglesia.

El cura se puso las vestiduras sacerdotales y empezó las ceremonias. El tuerto sacristán mayor tenía el libro, y un monaguillo el hisopo y la vasija de agua bendita. Los demás, en rededor, de pie y descubiertos, guardaban un profundo silencio.

Entretanto se habían colocado en la caja de cristal periódicos, medallas y monedas.

—Señor Ibarra, ¿quiere usted colocar la caja en su sitio?-murmuró el alcalde al oido del joven.

—Con mucho gusto-contestó éste,-pero usur-