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JOSÉ RIZAL

Virgen. Con la cabeza inclinada sobre el pecho, parecía el tallo de una azucena doblada por la tempestad.

María Clara era tan buena y piadosa cristiana como amante hija. No sólo le atemorizaba la excomunión: el mandato y la amenazada trangquilidad de su padre le exigían ahora el sacrificio de sus amores.

Quería orar, pero no podía. Se ora cuando se espera, y cuando no, y nos dirigimos á Dios, sólo exhalamos quejas.-¡Dios mío!-gritaba su corazón.-¿Por qué separar así á un hombre, por qué negarle el amor de los demás? Tú no le niegas tu sol, ni tu aire, ni le ocultas la vista de tu cielo; ¿por qué quitarle el amor, cuando sin cielo, sin aire y sin sol se puede vivir, pero sin amor jamás? Tía Isabel vino á sacarla de su dolor. Habían llegado algunas amigas y el capitán general deseaba hablarla.

—Tía, diga usted que estoy enferma!-suplicó la joven espantada;-jme van á hacer tocar el piano y cantar!

—Tu padre lo ha prometido: vas á poner en ridículo á tu padre? María Clara se levantó, miró á su tía, retorcióse los hermosos brazos y balbuceó: -Oh! si tuviese yo...

Pero no concluyó su frase y empezó á arreglarse.