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JOSÉ RIZAL

—S. E. el capitán general suplica á vuestras reverencias que se esperen un momento-dijo el ayudante;-ipase usted, joven! El manileño entró en la sala pálido y tembloroso.

Todos estaban llenos de sorpresa: muy irritado debía estar S. E. para atreverse hacer esperar á los frailes. El padre Sibyla decía: -Yo no tengo nada que decirle... aquí estoy perdiendo el tiempo.

—Yo digo lo mismo-añadió un agustino.-Vámonos?

— No sería mejor que averiguásemos cómo piensa?-dijo el padre Salví;-evitaríamos un escándalo y podríamos recordarle sus deberes para con la religión.

—¡Vuestras reverencias pueden pasar si gustan!-dijo el ayudante acompañando al joven manileño, que ahora salía con el rostro brillante de satisfacción.

Fray Sibyla entró el primero; detrás iban el padre Salví, el padre Manuel Martín y los otros religiosos. Saludaron humildemente, menos el padre Sibyla, que conservó aún en la inclinación cierto aire de superioridad; el padre Salvi, por el contrario, casi dobló la cintura.

—¿Quién de vuestras reverencias es el padre Dámaso?-preguntó de improviso el general, sin dirigirles las frases lisonjeras á que estaban acostumbrados tan altos personajes.

—El padre Dámaso no está, señor, entre nosotros-contestó casi con el mismo acento seco el padre Sibyla.

—Está en cama enfermo el servidor de vuecencia-añadió humildemente el padre Salví;-después de tener el placer de saludarle, como cum ple