quien pareció entablar una viva discusión. El cura hablaba con viveza, don Filipo con mesura y en voz baja.
—Siento no poder complacer á vuestra reverencia-decía éste;-el señor Ibarra es uno de los mayores contribuyentes y tiene derecho á sentarse aquí mientras no perturbe el orden.
— Pero no es perturbar el orden escandalizar á los buenos cristianos? ¡Es dejar que un lobo entre en el rebaño! ¡Responderás de esto ante Dios y ante las autoridades!
—Siempre respondo de los actos que emanan de mi propia voluntad, padre-eontestó don Filipo inclinándose ligeramente;-pero mi pequeña autoridad no me faculta para mezclarme en asuntos religiosos. Los que quieran evitar su contacto que no hablen con él.
—Pero es dar ocasión al peligro, y quien ama el peligro, en él perece!
—No veo peligro alguno, padre: el señor alcalde y el capitán general, mis superiores, han estado hablando con él toda la tarde, y no les he de dar una lección.
—Si no le echas de aquí salimos nosotros.
—Lo sentiría muchísimo, pero no puedo echar de aquí á nadie.
El cura se arrepintió de lo que acababa de decir, pero ya no había remedio. Hizo una seña á su compañero, que se levantó con pesar, y ambos salieron.
Imitáronlos las personas adictas no sin lanzar antes una mirada de odio á Ibarra.
Los murmullos y cuchicheos subieron de punto.
Acercáronse y seludaron entonces varias personas al joven diciendo: -Nosotros estamos con usted; no haga usted caso de esos!