—¡Ave María Purísima! iqué atrocidad! Diga usted al alférez que tenemos permiso del alcalde mayor, y que contra este permiso nadie en el pueblo tiene facultades, ni el mismo gobernadorcillo, que es mi ú-ni-co su-pe-rior. ¿Lo oye usted?
—Pues hay que suspender la función!-repitieron los soldados.
Don Filipo les volvió la espalda. Los guardias se marcharon profiriendo amenazas.
Por no turbar la tranquilidad, don Filipo no dijo á nadie una palabra acerca del incidente.
Después del trozo de zarzuela, se presentó el príncipe Villardo retando á combate á todos los moros que tenían preso á su padre; el héroe les amenazaba con cortarles á todos la cabeza. El público se había olvidado ya de Ibarra y aplaudía con delirio su espectáculo favorito. Iban á empezar los interminables combates y las encarnizadas batallas entre moros y cristianos. Era tal el gozo que experimentaban la mayoría de los espectadores, que les caía la baba, teñida de color chocolate por el buyo, que masticaban con fruición, para que la dicha fuese completa. Afortunadamente para los moros, que se disponían al combate al son de una marcha guerrera que hacía correr escalofríos de entusiasmo por las espaldas de los indios, sobrevino un tumulto. Los individuos de la orquesta pararon de repente y arrojando los instrumentos saltaron al escenario, pues por el lado opuesto ocupado por la muititud, no podían salir. El valiente Villardo, tomándolos sin duda por aliados de los moros, arrojó también espada y escudo y emprendió la carrera; los moros, al ver que tan terrible cristiano huía, no tu vieron incon veniente en imitarle... Oyéronse gritos, imprecaciones y blasfemias; se apagaron las luces, y la gente, poseida de terrible pánico, se es-