del pueblo, que hablaban todos á la vez. Chananay, el príncipe Villardo y los moros se esforzaban en consolar á los apaleados músicos. Algunos españolea iban de un lado á otro, procurando aquietar los ánimos y restablecer la tranquilidad.
Pero ya se había formado un grupo numeroso que profería gritos amenazadores y enarbolaba gruesos garrotes. Don Filipo supo lo que intentaban y corrió á contenerlos.
—No alteréis el orden!-gritaba.-Mañana pediremos satiafacción y se nos hará justicia.
—No!-contestaban algunos.-Lo mismo hicieron en Calamba; se prometió también justicia y el alcalde no hizo nada. ¡Hay que exterminar á esos bandidos, para que no vuelvan á á palear á las tea honradas! ¡Hay que exterminarlos!
—Señor Ibarra, por favor, deténgalos usted mientras yo buaco cuadrilleros! A uated le estiman y le harán caso.
—¿Qué puedo hacer yo?-preguntó el joven perplejo.
Pero el teniente mayor ya estaba lejos.
Ibarra miró á su alrededor, buscando sin' saber á quién. Por fortuna creyó distinguir á Elías, que presenciaba impasible el tumulto. Ibarra corrió hacia él, le cogió del brazo y le dijo en español: -Por Dios, haz algo, si puedes, por apaciguar á esa gente! El piloto respondió: -Merecen un escarmiento! ¡El indio está ya cansado de sufrir que se le trate de un modo tan arbitrario y despótico! Pero haré lo que usted me manda.
Y se confundió en el grupo de los alborotadores.
Oyéronse vivas discusiones, interjecciones y amenazas; después, poco á poco, el grupo empezó gen-