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JOSÉ RIZAL

— á disolverse, no sin que á la mayor parte de los que lo formaban les brillasen los ojos de ira y apretasen los puños.

¡Ya llegaría el día, ya llegaría el día en que tomasen justa venganza de los opresores y de los que los defienden con sus armas!...

Ya era tiempo, pues los soldados salían armados con la bayoneta calada.

Entretanto, ¿qué hacía el cura, causa de aquel tumulto que hubiera podido terminar derramando sangre inocente?... El padre Salví, después de haber impulsado al alférez á que cometiese una arbitrariedad suspendiendo la representación, no se había acostado. De pie, apoyada la frente contra las persianas del convento, miraba hacia la plaza, inmóvil, dejando escapar de tiempo en tiempo un suspiro. Si acaso se habría podido ver que se lienaban de lágrimas sus ojos. Así pasó casi una hora. La persecución constante de que hacía objeto á María Clara y aquellas lágrimas de despecho demostraban que el sombrío fraile sentía una pasión oculta por la joven.

De este estado le sacó el tumulto de la plaza.

Siguió con ojos sorprendidos el confuso ir y venir de la gente, cuyas voces y griteria llegaban vagamente hasta él. Acostumbrado á la obediencia de los indios, creía que se habría suspendido la representación sin la menor protesta. Un criado entró casi sin aliento y le enteró de lo que pasaba.

Un pensamiento cruzó por su imaginación. Se le figuró ver á Crisóstomo llevar en sus brazos á María Clara desmayada. Tuvo celos. Sintió que se apoderaba de su alma la ira, una cólera espantosa que le nubló la vista y le hizo perder la noción de la realidad. Se olvidó de todo. No pensó siquiera en no hubiese estado en la obscuridad,