el peligro á que se exponía al presentarse entre la multitud irrita da. Bajó saltando las escaleras, sin sombrero, sin bastón, y como un loco se dirigió á la plaza.
Allí encontró á los españoles que trataban de aquietar los ánimos, miró hacia los asientos que ocupaban María Clara y sus amigas y los vió vacíos.
—¡Padre cura! ipadre cura!-le gritaban los españoles, pero él sin hacer caso corrió en dirección de la casa de Capitán Tiago.
Allí respiró: vió á través del transparente caído, una silueta, la adorable silueta de María Clara, y la de la tía que llevaba tazas y copas.
Estaban solas! Sintió el corazón aliviado de un terrible peso al no ver al odiado Ibarra.
Tía Isabel no tardó en cerrar las conchas de la ven tana y se borró la encantadora imagen de la joven.
El cura se alejó de aquel sitio sin ver á la multitud. Tenía delante de los ojos un hermoso busto de doncella durmiendo y respirando dulcemente; sus párpados estaban sombreados por largas pestañas; la pequeña boca sonrefa, y todo el beilo semblante respiraba bondad ó inocencia.
El corresponsal del periódico de Manila relataba los sucesos que acabamos de referir con su imparcialidad acostumbrada: «No hemos tenido que lamentar el derramamiento de sangre, gracias á la oportuna intervención del-muy reverendo padre Salví, quien desafiando todo peligro, entre aquel pueblo enfurecido, en medio de la turba desenfrenada, sin sombrero, sin bastón, apaciguó las iras de la multitud usando