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JOSÉ RIZAL

iha á empezar la pelea. Se despejó la Rueda, se callaron las voces y los dos soltadores y el perito atador de na vajas se quedaron en medio. A una señal del presidente el perito desnuda los aceros y brillaron amenazadoras las finas hojas.

Los dos hermanos se acercaron tristes y silenciasos al cerco, apoyando la frente contra la caña.

Los soltadores sujetan á los dos gallos, cuidando de no herirse. Reina un silencio solemne. Acercan un gallo sujetándole la cabeza para que el otro le picotee y se irrite. Después les hacen verse cara á cara, con lo que los pobres animalitos saben con quién deben luchar. Erizase el plumaje del cuello, se miran con fijeza y rayos de ira se escapan de sus redondos ojos. Entonces ha llegado el momento; los depositan en tierra á cierta distancia y les dejan el campo libre.

A vanzan lentamente. Oyense sus pisadas sobre el duro suelo; nadie habla, nadie se mueve. Bajando y subiendo la cabeza, como midiéndose con la mirada, los dos gallos lanznn eonidos tal vez de amenaza ó de desprecio. Han divisado la brillante hoja que lanza fríos y azulados reflejos; el peligro los anima y dirígense uno a! otro decididos, pero á un paso de distancia se detienen y con la mirada fija bajan la cabeza y vuelven á erizar sus plumas. Hay nn momento de espectación, de horrible incertidumbre. Mil miradas convergen hacia el lugar donde los gallos permanecen amenazadores é inmóviles, como recogiendo alientos para la inevitable y encarnizada lucha. Reina en la gallera un silencio solemne, en medio del cual se podría oir el zumbar de una mosca.

Al fin los combatientes se lanzan impetuoeamente uno contra otro; chocan pico contra pico, pecho contra pecho, scero contra aCero y ala con-