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JOSÉ RIZAL

te la ausencia del padre Dámaso, enterró el coadjutor el cadáver de una persona dignísima, sí señor, dignísima, yo tuve el gusto de tratarla y me hospedé en su casa varias veces. ¿Que no se confesaba nunca? ¿Y qué? ¡Tampoco yo me confieso! Pero decir que se ha suicidado es una calumnia. Un hombre como él, que tiene un hijo en quien cifra su cariño y esperanzas, un hombre que tiene fe en Dios, que conoce sus deberes para con la sociedad, un hombre honrado y justo no se suicida.

Y volviendo la espalda al franciscano continuó:

—Pues bien; este fraile, á su vuelta al pueblo, después de maltratar al pobre coadjutor, ha hecho desenterrar y sacar fuera del cementerio el cadáver de mi infortunado amigo, para enterrarlo no sé dónde. El pueblo de San Diego ha tenido la cobardía de no protestar; verdad es que muy pocos lo supieron. El muerto no tenía ningún pariente y su hijo único está en Europa. Sin embargo, se enteró su excelencia, y, como es hombre de recto corazón, no consintió que quedase semejante atropello sin castigo. El padre Dámaso fué trasladado inmediatamente á otro pueblo. Esta es la historia. Ahora haga vuestra reverencia todas las distinciones que quiera.

Y dicho esto se alejó del grupo.

—Siento mucho haber tocado, sin saberlo, una cuestión tan delicada—dijo el padre Sibyla con pesar. Pero al fin, si se ha ganado en el cambio pueblo...

—¡Qué se ha de ganar!—interrumpió balbuciente, sin poderse contener de ira fray Dámaso.

Poco á poco volvió la tranquilidad á la reunión.

Habían llegado otras personas, entre ellas un