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JOSÉ RIZAL

asestaban ahora, en pago de su generoso proceder, un terrible golpe para labrar definitivamente su ruina. No era diffcil pronosticar gu suerte. Le esperaban la cárcel, la deshonra y el desprecio de todos. El siniestro plan que acababa de revelarle Elias estaba hábilmente urdido y produciría los efectos que sus autores deseaban.

Ante esta villanía, ante este nuevo atentado contra su dicha, experimentaba una desesperación sin límites. Todas sus energias parecían haberse agotado de repente. ¡Era su destino! ¡Era la fatalidad que les perseguía desde la cuna! ¡Era la triste suerte de sus antepasados! ¡La suerte del abuelo ahorcado en la rama del baliti, en medio del bosque!... ¡La suerte del padre, lanzando el último suspiro en un obscuro calabazo!... ¡No quería luchar más! Que los implacables enemigos de su familia terminasen su obra!...

Ibarra sollozaba como un niño, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos.

El ruido de los disparos le volvió á la realidad.

¡Estaba perdido! Y sin pérdida de tiempo, se dispuso á poner en práctica el consejo de Elias. Se levantó como un loco, entró en el gabinete y quiso preparar una maleta. Abrió una caja de hierro, sacó todo el dinero que allí había y lo metió en un saco. Recogió sus alhajas, descolgó un retrato de María Clara y se puso al cinto un puñal y un revólver.

En aquel instante tres fuertes golpes resonaron en la puerta.

—¿Quién va?-preguntó Ibarra con voz alterada.

—¡Abra en nombre del rey, abra en seguida ó echamos la puerta abajo!-contestó una voz imperiosa en español.

Ibarra miró hacia la ventana; brillaron sus ojos