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JOSÉ RIZAL

do tenerla con los enemigos de Dios, dicen los ouras.

¿Os acordáis? ¡En el camposanto andaba como en un corral, pisándolo todo, sin respeto á nada!

—Y ¿qué es el camposanto de San Diego, más que un corral donde pastan las cabras del cura y se guarecen los cerdos? Vamos!-gritó Hermana Puté fuera de sí.- ¡No defiendas de ese modo á quien Dios tan claramente castiga! ¡Verás cómo te prenden á ti también! ¡Es una estupidez querer sostener una casa que se cae! El marido se calló ante el argumento.

Después de pegar al padre Dámaso solo le faltaba matar al padre Salvíl-prosiguió la vieja.

—No me puedes negar que era bueno cuando chico-contestó el hombre para disculparse.

—Si, era bueno-replicó la vieja,-pero se fué á España, y todos los que se van á Éspaña se vuel ven herejes, según dicen los curas.

—Y el cura-replicó el marido,-y todos los curas, y el arzobispo, y el Papa, y la Virgen, ¿no son de España? ¡Abá! ¿Son también herejes? Los guardias ci viles paseábanse con aire siniestro delante de la puerta del tribunal, amenazando con la culata de su fusil á los atrevidos chicuelos que se encaramaban á las rejas para ver lo que pasaba dentro.

Sobre una mesa de la sala emborronaban papeles el directorcillo y dos escribientes. El alférez paseábase de un lado á otro, mirando de cuando en cuando con aire feroz hacia la puerta. Más orgulloso no habría parecido Temístocles en los Juegos Olímpicos, después de la batalla de Salamina.

Doña Consolación bostezaba en un rincón, enseñando dos hileras negras de dientes. Había conseguido de su marido, á quien la victoria había hecho