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JOSÉ RIZAL

cepo es uno de los más inocentes. Los agujeros en que se introducen las piernas de los detenidos distan poco más ó menos un palmo; saltando dos agujeros, la abertura entre las extremidades inferiores es de más de una vara, y el preso, en posición tan molesta, sufre horribles dolores. Esta tortura no produce la muerte sino después de bastante tiempo.

El carcelero, seguido de cuatro soldados, retiró el cerrojo y abrió la puerta. Un olor nauseabundo y un aire espeso y húmedo se escaparon de la densa obscuridad, á la vez que se oyeron algunos lamentos y sollozos. Un soldado encendió un fósforo, pero la llama se apagó en aquella atmósfera viciada y corrompida, y tuvieron que esperar á que el aire se renovase.

A la vaga elaridad que entró por la puerta se columbraron abrazados á sus rodillas y ocultando la cabeza entre ellas, tendidos boca abajo, en actitudes desesperadas... Oyéronse terribles golpes y rechinar de cadenas, acompañados de juramentos: se abría el cepo.

Doña Consolación estaba inclinada hacia adelante, tendidos los músculos del cuello, los ojos salientes cla vados en la entreabierta puerta.

El padre Salví, sentado en el sillón, con el rostro macilento y los ojos hundidos, evocaba el recuerdo de los grandes inquisidores de su raza. Como ellos, era un histérico, un cerebro perturbado por las ideas místicas, un temperamento lascivo devorado por ardientes deseos. Su aire compungido y su palidez cadavérica no podían disimular el gozo que experimentaba en aquellos instantes. El ruido de las cadenas, de los golpes y de los lamentos le producían una sensación voluptuosa. No era un bárbaro cruel, como el padre Dámaso, capaz de toda clase de des- Igunas formas humanas: hombres