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JOSÉ RIZAL

continuaba obser vando una actitud triste y á la vez desdeñosa. Demasiado conocía ella lo que eran las mujeres de los empleados españoles. Llegaban muertas de hambre, casi sin camisa, y al poco tiempo se las veía cubiertas de alhajas que decían haber heredado de sus antepasados. Lo que no les compraban sus maridos se lo proporoionaban ellas asaltando las tiendas de los chinos y vendiéndoles protección. Cuando acudían á las reuniones y fiestas de los filipinos tenían éstos que abrir cien ojos, pues desaparecian como por encanto los cubiertos de plata. Otras, más francotas, cuando veían algo de su agrado, se lo apropiaban tranquilamente delante del amo, que se veía forzado á sonreir y á mostrarse generoso. Había esposa de gobernador civil ó militar que se prendaba de todos los caballos que veía y luego los vendía á buen precio...

María Ciara sabía estas cosas porque las había visto en su propia casa, y por eso sentía menosprecio y desdén por aquellas orgullosas mujeres, que iban por todas partes luciendo sus carnes blancas y fingfan escandalizarse al ver los desnudos y lindos pies de las indias... Estuvo tentada de retirarse, poniendo por disculpa un dolor de cabeza, pero el fin decidió permanecer en la reunión, para enterarse de lo que proyectaban respecto á su boda y para saber noticias de Ibarra.

En el círculo de los hombres la con versación era en voz alta, y naturalmente, versaba sobre los últimos acontecimientos. Todos hablaban menos el padre Sibyla, que guardaba un desdeñoso silencio.

—¿He oído decir que deja vuestra reverencia el pueblo, padre Salví?-preguntó el nuevo teniente, á quien había hecho más amable su inesperada suerte.