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JOSÉ RIZAL

ñas infidelidades de sus costillas, vaciando botellas de champaña y canecos de ginebra.

Capitán Tiago estaba radiante de felicidad, y todo le parecía poco para obsequiar á sus convidados.

XXXII

El cabecilla

La ciudad dormía; sólo se oía de tiempo en tiempo el ruido de un coche pasando el puente de madera sobre el río, cuyas tranquilas aguas reflejaban la luz de la luna.

María Clara levantó los ojos al cielo, de una limpidez de zafir. Habíase asomado á la azotea que daba al río, porque no podía conciliar el sueno. Llevaba la negra y hermosísima cabellera tendida sobre la espalda como espléndido manto de seda que le llegaba hasta los pies. Tenía puesto aún el lujoso traje que había lucido en la fiesta.

Vista á la luz de la luna parecía una reina morena y dulce, de un país exótico, de ríos azules y bosques de cocoteros y palmeras. Crujía al andar su rica falda de tisú de brillantes colores y larga cola, y á la pálida luz de la luna despedían mil fulgores las piedras preciosas de su peineta. Las anchisimas mangas de encaje de la valiosa camisa, al mover