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JOSÉ RIZAL

XXXIV

María Clara

En vano se amontonan sobre una mesa los preciosos regalos de boda. Ni los brillantes en sus estuches de terciopelo azul, ni los bordados de piña, ni las piezas de seda, atraen las miradas de María Clara.

De repente siente que dos manos se posan sobre sus ojos, la sujetan, y una voz alegre, la del padre Dámaso, dice: Quién soy? ¿quién soy? María Clara salta de su asiento y terror.

—Tonta! Has tenido miedo? No me esperabas, eh? Pues he venido para asistir á tu casamiento.

Y acercándose con una sonrisa de satisfacción, le tendió la mano para que se la besara. María Clara se acercó temblorosa y la llevó con respeto á los labios.

—¿Qué tienes, María?-preguntó el franciscano perdiendo su alegre sonrisa y llenándose de inquietud.-Estás enferma, hija mía? Y el padre Dámaso la atrajo á sí con una ternura de la que no se le hubiera creído capaz; cogió ambas manos de la joven y la interrogó con la mirada.

—No tienes ya confianza en tu padrino?-premira con