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JOSÉ RIZAL

triste. En las circunstancias dolorosas de la vida es cuando se dan á conocer los grandes corazones y las almas bien templadas. Me parece que usted posee las dos cosas y que sabrá hacer frente á la desdicha. ¡Su padre de usted murió en la cárcel!

El joven retrocedió un paso. Sintió que se le nublaba la vista y se le oprimía el corazón. Las casas pintadas de blanco, los puestos de frutas, la abigarrada multitud, todo se borró y desvaneció por un instante. Se quedó ciego y sordo y comenzó á temblar y á castañetear los dientes, como si de repente lo envolviese una ráfaga de hielo.

El viejo teniente le echó un brazo al cuello y le dijo con cariñoso acento:

—¡Tranquilícese usted! ¡Tranquilícese usted! No debía habérselo dicho así, de pronto, sin preparación...

El joven se pasó una mano por la frente, cubierta de frío sudor. Comenzó de nuevo á ver claro y á ser dueño de sí mismo, Entonces exclamó:

—¿En la cárcel? ¿Quién murió en la cárcel? ¿Mi padre? ¿Sabe usted quién era mi padre? ¡Cuéntemelo usted todo! ¡Por Dios, cuentemelo usted todo!...

—¡Cálmese usted! No puede usted figurarse cuánto siento haberle dado este disgusto. ¡Ya le contaré! ¡Ya le contaré!

Anduvieron algún tiempo en silencio. Ibarra llevaba con frecuencia el pañuelo á los ojos para limpiarse las lágrimas. El anciano parecía reflexionar y pedir inspiración á la blanca perilla que acariciaba con su manaza de soldado.

—Como usted sabe muy bien—comenzó diciendo,—su padre era el más rico de la provincia, y aunque era amado y respetado por muchos, otros, en cambio, le odiaban ó envidiaban. Los españoles