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JOSÉ RIZAL

de Legazpi!... ¡A pesar de los años transcurridos, en nada habían cambiado las cualidades de su raza! Ea una elegante victoria creyó reconocer á fray Dámaso, como siempre, serio y cejijunto.

A la bajada del puente de España los caballos emprendieron el trote, dirigiéndose hacia el paseo de la Sabana. A la izquierda veíase la fábrica de Tabacos, de la cual salía un zumbido de colmena y un olor penetrante. Pasó luego por delante del Jardín Botánico y comparó su pequeñez y mezquindad, á pesar de la exuberancia del suelo, con los jardines botánicos de Europa, donde se necesita mucha voluntad y mucho oro para que brote una hoja y abra su caliz una flor. Ibarra apartó la vista y vió á su derecha á la antigua Manila, rodeada aún de sus murallas y fosos, como una joven anémica en vuelta en un vestido de los buenos tiempos de su abuela.

Luego descubrió el mar.

—IAl otro lado está Europa!-pensaba el joven.

—¡Europa con sus naciones agitándose continuamente en busca de la felicidad, despertándose todas las mañanas con nuevas esperanzas, sufriendo siempre tristes desengaños! Pero estas ideas huyaron bien pronto de su imaginación. Ahora pensaba en el hombre que le había hecho comprender lo bueno y lo justo y había cultivado su inteligencia infantil. Aquel hombre era un anciano sacerdote y las palabras que le había dicho al despedirse de él, resonaban aún en sus oídos: «No olvides que si el saber es patrimonio de la humanidad, sólo lo heredan los que estudian y los que trabajan. He procurado transmitirte lo poco que sabía. En los países que vas á visitar puedes aumentar considerablemente el caudal de tus co-